viernes, 30 de diciembre de 2011

Mansa cólera.

Esta es la mansa cólera, hablando. Mi mansa cólera. Oí que las palabras, al pudrirse en el cuerpo dejan larvas, caníbales que sólo recorren las entrañas para revolverlas bien, para desordenar, y salen desgarrando órgano, músculo, piel, rompiendo huesos hasta explotar el pecho como aliens. Es tomar aire, y aire, y aire, y, con el pecho ensanchado y suplicante, un poco más. Aire, aliento, necesidad ineludible. Hay que llenarse, llenarse de vitalidad hasta tener que soltarlo en ese momento ínfimo de desesperación en el que antes de seguir apropiándose del embriagante aliento milagroso, se considera la opción de dejarse morir. Sólo por un momento; dura ese instante anterior a la espiración aliviante.
Llenarse de vida. De eso se habla, como si uno fuera un vaso que vino al mundo con una jarra lista y a mano. La ingenuidad, la liviandad con la que se usan frases que suenan bonito y profundo, es tragicómica.
Sé vos misma. Soy muchas, soy alguna(s), soy ninguna.
¿Por qué ese amor, ese fetiche por las máximas? ¿Por qué, siempre lo fácil?
Fui tanto tiempo un ente andrógino, asexuado, o quién sabe qué, escondido en la impresión de que uno se levanta una mañana, mágica y sorpresivamente artista, inspirado y expuesto al mismo mundo que rechaza o busca conocer. Si en la banalidad debí haber encontrado las ideas, si en la filosofía, la postura; si en lo ya escrito mi deber era sencillamente hacer lecturas nuevas: fracasé. A mi edad, ya entendí que fracasé. No, no puedo explicarlo.

Estoy demasiado atenta a mi falta de originalidad. Lo que es peor: tengo una gran conciencia de mis limitaciones. No me dejo soñar con imposibles, con lo que vaya más allá de mi aptitud. O tal vez, sí, tal vez de ahora en más cada oración, párrafo, texto que salga de mí irá acompañado de un optimista o conveniente "esto va a ser lo mejor que haya escrito". Entiendo que este salto puede resultar ridículo. Si soy contradictoria es porque no me perdono la mentira, porque intento ser fiel a mis estados, a mi constante ambivalencia que en su oscilación a veces me descubre y otras me recubre. No sé mantenerme en un tema ni me sale naturalmente, quizá por eso nunca profundizo en nada.

Pero al fin; es esta mansedumbre, la cólera que nunca puedo sostener, la rendición interna que al exteriorizarse, se fulmina. Y el blanco frente a mí que dice no. YO no te lo permito. YO, vos, no te permito huir de tu temor. Mercedes. Cómo te gustaría ser tu nombre. Te encantaría ser ese conjunto de signos uno atrás del otro, concreto y vago, preciso e impreciso, fácil de tanscribir pero vacío de sustancia. Una palabra anónima. Te da profundo terror la individualidad, aunque la busques. En la esquina contraria a tu entusiasmo infantil de redescubrir constantemente todo, el derrotismo más cómodo e implacable te envuelve como una sábana protectora. He allí tu forzada soberbia, tu escudo infalible. Tu talón de Aquiles. Ahí está; yo, que no tengo ni cuerpo que poner ni palabra donde refugiarme, yo, mentira o verdad o la nada entre nadas, o delirio esquizoide de quien ya no teme juzgarse, yo expongo tu secreto. Y aunque seas bastante más que un miedo o una duda, no necesito más para exponerte a vos también. Me niego a que me niegues. ¿Me escuchás? Sé que me estás leyendo, pero, ¿me escuchás? Es importante que escuches lo que digo.

Y escucho. No puedo no escuchar. Por eso estoy acá, desvelada y fastidiosa, otra vez, dejándome como tendida sobre la pantalla, rendida ante lo único que siempre, irremediablemente, me supera: tu no llamado, tu indiferencia atroz y casi humana.
Y tu cursor sonríe titilando mientras vuelvo a descubrir que no tengo manera todavía de ocuparlo con más que catarsis de madrugadas de insomnio.

miércoles, 6 de abril de 2011

Una Quimera.

Estoy soñando. Me doy cuenta enseguida: los personajes cambian de persona, mis personas cambian de cara, sus caras cambian de nombre.
Una mujer rubia, enorme y cincuentona que en mi realidad alternativa es KT Tunstall me espera apoyada contra la pared de un edificio piramidal.
"Llegás tarde." Me dice, incrédula. Le dedico una mirada a la construcción imponente e inmediatamente KT se vuelve KT.
"Siempre llego tarde", le contesto, con el fastidio de una verdad injustificable.
"No," me discute, "nunca llegás tarde."
La miro extrañada. El edificio que dejamos a nuestras espaldas ya no existe, ahora es un descampado, o unas ruinas. Todo está borroso.
"Estoy soñando." Le digo, sin un atisbo de sorpresa en la voz.
"Sí."
"¿Qué hago?"
"Nada, no sé. Qué sé yo."
"Vos sos parte de mi sueño."
"Sí," me contesta Clarisa, "me estás soñando, mi china."
"¿Te puedo controlar?"
Tiene los ojos azules, y un tono sarcástico que no es de ella. "¿Te podés controlar a vos, ciela?"
No lo había pensado. "No sé."
Betty me mira, sonriente, compasiva.
Dudo.
"¿Pruebo?"
"Solo si querés, negri."
Quiero saltar, pienso, y miro hacia arriba.
Nada.
"No, creo que no puedo."
"No importa, tenés tiempo."
"¿Tiempo para qué?"
"Para aprender a saltar..."
"¿Sabés lo que pienso?" le pregunto, indiferente. "¿Sabés lo que quiero, también?"
"No sé qué sé, solo lo sé..." Me dice una chica que no conozco.
Nos miramos sin decir una palabra.
"¿Podrás controlarme vos a mí?" Por primera vez mi voz tiene un tono interesado.
"Veamos..." Dice El Paisa, escondido en el cuerpo de otro, de alguien que nunca vi.
Controlame, pienso.
Nada.
"No, no pienses en eso. Si no, seguís siendo vos a través de mí..."
"No sé cómo hacerlo de otra manera. ¿Tenés conciencia, Paisa? Quiero decir, ¿pensás independientemente de lo que yo piense?"
"Hable bien, Quintero."
"Quinterno." corrijo a la profesora Lavagnino, de Geografía de primer año. "Sí, perdón; no sé qué me pasa, no puedo armar una oración coherente."
"Es su gran tema. Nunca supo expresarse. Por eso debería dedicarse a los números."
"¿Los números? Pero si me vengo llevando matemática desde primero, profesora..."
"¿...Y en qué año está, ahora?"
"...En cuarto. Es la segunda vez que lo repito."
Pienso un momento.
"...No, pará; no estoy en cuarto." empiezo a razonar. "No estoy en cuarto y tampoco repetí."
Mi psicóloga me mira confundida. Está sentada en su sillón de siempre, y en lugar de tomar notas, hace zapping. El televisor va mostrando distintos colores, de a uno y con ritmo constante.
"A mí me parece que todo esto puede ser rastreado en tu infancia."
"¿Qué?"
"Sí. Despreciaste a tu padre, idealizaste a tu madre, olvidaste a tu hermana. Es muy claro."
Estoy sentada frente a ella. El descampado es una plaza llena de chicos que trepan juegos absurdos e imposibles, y a lo lejos se escucha la risa de Romina; va con Padilla paseando a Gandalf -que es un caballo-.
"No sé, me parece que no es tan así." Le contesto distraída. Quiero subirme a los juegos. De repente intento mirarla a los ojos: no tiene.
"Nunca había tenido un sueño aburrido." Digo, ladeando la cabeza. "¿Cómo me despierto?"
"Tendríamos que trabajar estas cuestiones un poco más, ¿no te parece?"
"No. Tengo cosas qué hacer."
"Pero no las vas a hacer."
"No importa."
"¿Te parece que no importa, Mer?" Papá no puede esconder su preocupación; a su lado una nena de unos nueve años me apunta con los ojos, pero no me transmite nada.
"Llego tarde a clase."
"¿Qué te toca hoy?" Pregunta mamá, que está ordenando su biblioteca.
"No me acuerdo..."
"...Bueno." Me dice mi abuelo. Tiene una peluca rubia y es mucho más bajo de lo que realmente fue.
"Bueno."
Salgo de mi casa -de mi baño, en realidad- sin cerrar la puerta. Los edificios son de colores que no reconozco, las calles hacen ochos pequenísimos, solo se ven bicicletas y peatones. Los conozco a todos, a cada uno de ellos. No saludo a nadie. No quiero. Tengo que llegar a un barco, y solo el 42 me deja bien...
Saltá, pienso. Hacé que la calle entera salte, o que todos de repente hagan algo estúpido.
Una señora se pone a bailar con su perro y a cantar en un idioma que, despierta, no identifico, pero en el sueño hablo fluido.
"¡Qué linda canción! Ojalá me acuerde la letra cuando me despierte."
Se da vuelta con un gesto teatral; el perro desapareció sin que me diera cuenta. La señora no abre la boca, cuando habla.
"¡Ay, nena! Con el pelo tan corto no te reconocí."
"Siempre lo llevo corto, abuela."
"Es cierto, es cierto... tendrías que dejar que te crezca."
"Sí."
¿Podré saltar? Quiero saltar, pienso.
"Quiero saltar."
El colectivo para sobre la vereda, el chofer me sonríe. No subo.
"Quiero saltar", le digo.
"Bueno. Saltá."
"Salto."
Salto, pienso, y de repente floto como un panadero, lentamente y sin rumbo, subiendo poco a poco y sin detenerme. Entiendo que ya no voy a bajar nunca, que voy a subir y subir hasta despertar.
Miro hacia abajo y ya no hay rastros de la calle, del descampado, de las ruinas. Todo es blanco. Blanco, vacío y cuadrado, como una habitación cualquiera. Apoyo los pies en el piso. Estoy descalza. El frío me despierta.
Abro los ojos como si nunca me hubiera dormido. La oscuridad, por una vez, me tranquiliza. La gata ronca sonoramente a mis pies, que aún así están helados.
Acomodo la frazada. Bostezo. Entonces noto la respiración intermitente, la terrible taquicardia, el temblor incontrolable de los miembros. Noto el angustioso dolor en el pecho, el anterior ahogo, y el tan reconocible crujido de la mandíbula agarrotada. No tengo dudas de que ahora estoy despierta, ni de que acabo de tener la pesadilla más terrible y ridícula de mi vida.

Parece que mis monstruos toman formas mucho más inofensivas de lo que esperaba. O tal vez reconocen que mis miedos están en las pequeñas cosas reales, y no en los grandes terrores ni en las creaciones impresionantes...

lunes, 28 de marzo de 2011

Pequeños momentos de grandilocuencia.

Compré una turquesa. Es de no sé dónde, creo que de Perú, y tiene muchos beneficios para el alma, y para el chakra, y para muchas energías y esencias y signos que no recuerdo. También es la segunda piedra de la Era de Acuario, en la que aparentemente estamos entrando. No podría asegurar nada de esto; solo repito fragmentos de lo que el vendedor me dijo mientras, apurado, elegía algunas para sí mismo. Honestamente, y a riesgo de que suene tan mundano como fue, debo admitir que en un principio me gustó por los colores, sean cuales sean sus supuestas propiedades y beneficios.
La realidad es que siempre jugué a ser más supersticiosa de lo que efectivamente soy. Los signos me divierten, los amuletos me gustan. Las piedras me encantan. Me parecen lindas, me parecen objetos que uno fácilmente carga de valor y que, por alguna razón, reafirman. Me siento fuerte con mi piedra. Me siento enorme e irrompible. Me siento justa. Me siento tan irrepetible como sus patrones.

Tengo dos turquesas, para ser sincera. Una es un óvalo verdoso arremolinado, lisa, con una línea celeste eléctrico y zigzagueante que la atraviesa por un costado. La base tiene tonos tierra y rojizos que nunca llegan al rojo puro. A ésta también la rompe un río de celeste eléctrico. "¡Es como una foto del Google Earth! ¡Mirá, parecen montañas!" dijo Laura la primera vez, tan entusiasmada que me dieron deseos no de entender esa pasión sino de sentirla.
Pero sí: de alguna manera, también la sentía. Sentía que estaba viendo la inmensidad del Amazonas en un botón de piedra; la majestuosidad de las montañas, en un azar de formaciones geológicas; sentía, incluso, que entendía los conceptos científicos que estaba usando para describir lo que sentía, y por una vez no me interesaban mi tan probable error ni mi vergonzoso nivel de ignorancia geográfica (¿montañas, en el Amazonas? ¿será cierto? bueno, sigo siendo ignorante). Era una evolución incontenible. La piedra había pasado de ser un objeto bello a un elemento místico, una realidad ineludible y ajena a mí que, aunque comprara, no me pertenecería. Solo podría - y tal vez, puedo- ser testigo de su existencia, pero este existir no me incumbe en nada más. Es un pequeño -inmenso- mundo que solo podré descubrir por casualidad o por invitación expresa. Mantengo alguna esperanza. Nunca se sabe.

Mi otra turquesa es bastante distinta. Es una gota con patrones más abstractos -y naturales-, mucho más brillante, con decenas de verdes, celestes y negros. Los colores se entremezclan y, a pesar de lo trabajada que está, por momentos parece rústica, porque es casi rugosa y a la luz se distinguen las varias capas de minerales que yacen bajo los colores. Puedo perderme en la contemplación de esa piedra, y siempre le encuentro algo nuevo. Me fascinan la simplicidad y la complejidad que la habitan. Pasó el tiempo y se formó; así de sencillo, y sin embargo tomó cientos de miles (¿o millones? dios, qué irremediablemente poco que sé) de años, y, más aún, su transformación no se termina. Seguirá pasando el tiempo, y se seguirá formando. La mano del hombre de por medio, y tan irrelevante como puede ser, porque aunque se le haya dado una nueva forma pensándose artista y creador, seguirá cambiando igual. Y nunca va a volver a ser igual a como era un instante antes, ni nunca otra piedra va a ser igual a ninguno de sus infinitos estados. Es casi un fluir; paulatino, apenas un poco menos que completamente imperceptible.
Las piedras son el agua de los cautos. Cambian, sí, pero lo suficientemente lento como para no alertar a los que le temen a la inevitable mutabilidad de... bueno, básicamente, todo...

Tengo, entonces, dos piedras que esconden sus múltiples diferencias bajo el mismo nombre. Ambas encierran mundos que solo puedo observar desde afuera. Ambas son en este momento como nunca fueron y nunca serán. Ambas cambian y me cambian, porque ahora veo que yo también estoy siendo como nunca fui y nunca voy a volver a ser. Yo también cambio; yo también encierro mundos y también tengo un nombre bajo el cual esconder mis diferencias. Yo también fui moldeada, pulida, tallada, y lo sigo siendo...
Pero no voy a dejar que me tallen. Elijo mis formas y mis colores, cada vez que puedo. No soy lisa. No soy llana. No soy homogénea, ni suave, ni pareja. No soy la imagen fiel y majestuosa de algo ya existente.
Yo soy la gota, rústica, rugosa y matizada, llena de capas que se dejan ver.
Trabajada por dentro y por fuera. Mano del hombre de por medio, pero irrelevante. Porque esas capas, esas formas, esos colores, ahora son míos.

Míos. Como cada turquesa es (de) ella misma.

sábado, 12 de marzo de 2011

Un día cualquiera.

Era un día cualquiera. Un buen día, de esos que siempre se disfrutan pero nunca se recuerdan. El Sol y la humedad picaban suavemente la piel, como una especie de tortura china, pero a la sombra una brisa delicada se encargaba de devolverle la templanza al cuerpo.
Una nube negra, claramente consciente de lo absurda que se veía, iba y venía sin demasiado rumbo.
Día de trámites. Día de viajes en colectivo. La gente en las paradas se amontonaba contra los edificios buscando que hasta el aire hiciera sombra, y varios chicos les reclamaban a sus padres el espíritu tercermundista de gasto prudente. "¿Un taxi?", fueron diciendo de a uno todos los padres, "¿lo pensás pagar vos?" y, con el mismo orden, cada uno de los chicos fue encogiéndose de hombros y adoptando la actitud de no-me-importa que nos sale a todos cuando nos niegan algo que, en realidad, no nos interesa demasiado.
"Sí," dijo uno, ante la sorpresa de todos los otros, "yo lo pago." Y se bajó del cordón, paró un auto, y le abrió la puerta a su madre para que subiera primero. La brisa sopló con un poco más de intensidad. Ya se acercaba el otoño; se lo sentía ahí, atrás del nuevo viento.
"Pero qué caballero", exclamó una señora que no había entendido nada.
Con mis 12 pesos en el bolsillo -se me había roto la billetera hacía unos minutos-, contemplé la situación como desde el otro lado del televisor. Es que, realmente, era una gran situación para analizar. Las diferencias entre el rol de la madre y el rol del hijo, tanto generacionalmente como sus diferencias de género; la capacidad ahorrativa de cada uno, las prioridades, etc. Un festín gratuito para cualquier intelectualoide. El olor a tierra mojada volvía el instante más interesante todavía.
Pero la mirada reflexiva y distante que siempre me resultó tan confortable se vio interrumpida por un golpe. Bueno, no exactamente un golpe.
Una gota cayó, casi con inocencia, casi con irrelevancia, sobre mi hombro derecho. Podría haber sido tan insignificante como parece, pero la explosión del impacto fue con tanta furia, con tanta violencia, que esa gota solitaria fue suficiente para estremecerme. Mi interior se removió y revolvió. Algo no estaba bien. Instintivamente, corrí hasta el primer kiosco que vi abierto. No cayó ni una gota más, en el trayecto. Las nubes se amontonaban amenazando.
La mujer que atendía el local no respondía. Los ojos claros, de esos que cambian con el tiempo, estaban fijos en el televisor. En una mano, cambio; en la otra, más firme y estática todavía, un paquete de chicles con nicotina. El dueño de los chicles tenía una mano sobre la frente, y, horrorizado, compartía las imágenes con la kiosquera.
Junté mis ojos con los suyos, y ahí lo vi.
El cielo se había vuelto negro y turbio. Finalmente comprendía las metáforas recargadas de los viejos poetas, de los escritores más pasionales, de cualquiera que hubiera querido describir un fenómeno similar o peor. Mi fe tambaleó por unos instantes, e incluso pensé que el infierno siempre había estado, verdaderamente, sobre nuestras cabezas. La Biblia se equivocaba. La Iglesia se equivocaba. El Hombre, se equivocaba. Imposible.
Pero no era imposible. Una ola majestuosa e igualmente terrorífica se alzó ante nosotros, horrenda y absoluta, terminante y desesperantemente ineludible.
No pude moverme. El gigante reclamaba mi reverencia, mi súplica por su misericordia, y yo no podía moverme. La piedad nunca les llega, realmente, a los cobardes.
Todo era agua. Lo había abrazado todo, y ahora se permitía correr entre los restos de cemento y vida que él mismo había provocado. Me ahogaba, arrastrada en su cólera, y no podía hacer nada. Frente a mí pasaban otros cuerpos, más luchadores pero más vencidos. Todo era ruina. Todo era ruina y muerte.
Aspiré profundamente, con el pánico de quien advierte que se está muriendo, y de alguna manera encontré el aire. No había pestañeado, en todo ese tiempo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y enrojecidos, y la mandíbula acalambrada de apretar los dientes. Temblé casi imperceptiblemente al regresar a mi cuerpo, y, con algo de mi voluntad renovada, miré al gigante de nuevo. Éste, que me daba la espalda, me miró por encima del hombro. No era a mí a la que buscaba. No le interesaba de mí más que mi mirada. No sé si buscaba a alguien en particular, en realidad. Él solo corría. Él corría, y el mundo miraba.
"Qué bárbaro todo esto, ¿no?" Dijo la misma señora de la parada, que se había antojado de un bombón frutal.
Los tres la miramos, ausentes. El hombre tomó su cambio y sus chicles y salió caminando encorvado.
La kiosquera, todavía algo aturdida, cantó el precio equivocado y se disculpó. La señora le sonrió, radiante.
"Realmente, qué calamidad", me dijo.
"Sí. Qué calamidad."

Afuera el sol pegaba más fuerte que antes, y de la brisa no quedaba ni el recuerdo.

sábado, 5 de marzo de 2011

Durmiente.

Un momento simple. La belleza, retratada en un segundo, una contemplación espontánea e imprevista.
El pelo arremolinado, los rulos dorados descansando, imperfectos y maravillosos, sobre los hombros. La piel tersa e infantil, la curva levemente pronunciada de la espalda que sube y baja con un ritmo suave y pausado. Los brazos rodeando apenas la almohada, delicados y fuertes. Hay palabras en ese abrazo.

La paz. La paz de ver dormir sin ansiedad, sin incomodidad, sin dobles intenciones, sin juegos rebuscados, la claridad de todo lo dicho y lo que es innecesario decir. Los ojos y la boca relajados aún ante las ojeras de la mala noche, la piel retomando de a poco su color de arena, el final de la enfermedad pasajera que de vez en cuando ataca hasta al más fuerte. Los dedos, ni largos, ni finos, ni huesudos. Tiene manos de trabajadora, manos robustas y contundentes pero que saben acariciar dulcemente cuando quieren. El Sol entra por el balcón y parece que pide permiso para iluminarle las piernas. Sus pies son redondeados, con rasgos de quien camina más de lo que duerme.

Sueña. Quién sabe qué sueña. Arruga los dedos, tira pataditas de nena que frenan en el acolchado, frunce el ceño, se mueve, da vueltas. Alza menos de un centímetro la cabeza, despega las pestañas un momento, y eso es todo: la tranquilidad, de nuevo.
Once es ruidoso, de día y de noche. El ruido es el único indicio del paso del tiempo. El viento entra y se va, como si solo viniera a ver qué está pasando, y el aire muta y fluye entre místico y melancólico.

Belleza. Clara, pura, simple belleza. Fragmentos y totalidad, unidos. Y ya va surgiendo, muy desde el fondo, ya siento a la nostalgia aparecer. Palabras hay millones, pero no hay mucho tiempo de plasmarlas. Es que es difícil, disfrutar y contar en simultáneo, prestarle el cuerpo a un otro, entregarse a un momento ajeno y absolutamente irrepetible.
Es difícil, sobre todo, entender la fortuna de presenciar lo efímero, lo inexplicablemente hermoso. Hoy veo más arte en lo puntual que en lo eterno.
Es acá, es ahora, es cada pequeño detalle potenciándose con otros.

Ahí da vueltas otra vez. Suspira, calma y pensativa. Los ojos verde pino dan una vuelta por la habitación. No es hora, todavía; las hojas del árbol de enfrente se siguen meciendo, coquetas y holgadas. Se estira plácidamente. Se acomoda con una mueca sutil y aniñada. Se sonríe.

Otra vez está dormida.

jueves, 3 de febrero de 2011

Él.

Empieza así, de repente.
Esté uno presente o no.
Se asienta y se expande de nada,
Porque encuentra base en cualquier lado,
Porque sabe nutrirse de absolutamente cualquier cosa,
Porque es capaz de alimentarse del tiempo,
Del espacio,
De uno,
De cada ausencia y presencia,
De cada circunstancia,
Duda, certeza, orgullo y arrepentimiento;
Porque aprecia, pero más que nada porque entiende
La represión forzada en la virtud,
La voz desesperada del defecto;
Lo humano de la dualidad, de la contradicción constante,
La lucha, la resignación, noble o cobarde.
Es porque entiende, que nunca retrocede.
Y sabe que juzgarse es un juego riesgoso,
Y sabe que jugarse puede implicar perder,
Pero no duda mucho,
Tal vez porque no piensa.
Por eso la razón no lo acompaña,
Pero aun así, le muestra su respeto...

miércoles, 5 de enero de 2011

Sobre signos, I. Una pequeña reflexión impulsiva.

Estoy un poquito cansada de los piscianos. También de los escorpianos, es cierto. También de los leoninos, acuarianos, capricornianos, arianos, cancerianos (?), geminianos, taurinos, virginianos, sagitarianos, y, cómo olvidarnos a nosotros, los librianos. Somos todos un kilombo. Sencillamente. Hayamos nacido el día que hayamos nacido, somos sencilla y concretamente un kilombo. Demasiado miedo o demasiado impulso, demasiada cabeza o demasiado cuerpo. Todos tenemos nuestra propia manera de complicar las cosas, de ponerle trabas a lo que queremos. Algunos actúan sin pensar en las consecuencias, otros pensamos todo más de lo necesario -y de lo saludable-.

Ninguna de esas opciones parece aconsejable. Cada una conlleva sus riesgos y sus respectivos simpatizantes se aferran, lógicamente, a sus ventajas. El que actúa sin pensar arriesga mucho, porque, seamos honestos, quién no se lamentó alguna vez, convencido de que podría haber hecho todo muchísimo mejor si se hubiera detenido a pensar, a preguntarse por un segundo -tal vez dos, por qué no- qué carajo estaba haciendo, por qué, para qué, y con qué cara se iba a levantar a la mañana siguiente después de semejante momento, haya resultado o no. Porque ese es el tema: la acción engendra tal exposición, tal vulnerabilidad ante un otro en muchos casos, que a nosotros, lo que pensamos todo, suele aterrarnos hasta la inofensiva idea, e incluso, racionalización de por medio, nos parece casi ridícula.

El impulsivo diría, ¿para qué quiero pensar las cosas? La idea es hacer lo que uno siente y bueno, ver cómo sale, hay que jugarse en la vida, ¿o no? El impulsivo tiene una buena posibilidad de conseguir lo que quiere, porque sopesa solo ante el momento. El pasado y el futuro casi no juegan en su lectura; tantea, y si cree que puede ir, va.

El reflexivo -por ejemplo, quien escribe- tiene una visión un poco más abarcativa (y densa) del asunto.
El problema del reflexivo no es que piense las cosas. El problema es cuánto las piensa, y que no deja de pensarlas. Sería algo así como, ¿Cómo no voy a pensar las cosas? ¿Y si por actuar lastimo a alguien? ¿Y si sale mal y arruino todo? ¿Y si no puedo decir las cosas como quiero y termina peor de lo que estaba? ¿Y si es invento mío? ¿Y si un mapache gigante se aparece en patineta y la rapta mientras estamos hablando? Ahí todo va a quedar peor seguro... Mejor no hago nada.
Lo del mapache gigante no fue tan así. Fue con un hipopótamo, y estábamos en un zoológico, y tenía 12. Con todos esos atenuantes no era una situación absolutamente imposible, sobre todo eliminando la patineta. Pero ese no es el punto. Sigamos.

El reflexivo suele tener pocas posibilidades de conseguir lo que quiere, porque ante cada situación sopesa todo. Sencilla y modestamente, todo. Reacciones anteriores ante iguales planteos, situaciones similares, respuestas lógicas ante determinados temas, enfoques preferidos, acercamientos exitosos, lecturas actitudinales, apertura paulatina para no forzar la intimidad, honestidad moderada para no chocar, captar los tiempos ajenos y ver, y evaluar, y analizar una y otra vez por las dudas, porque, al no tener más que las pequeñas oportunidades que se procura y genera, no hay margen para el error. El reflexivo es un agente de la CIA no reconocido. Complica porque, como es claro, no conoce otra manera de acercarse. El problema es que entre tanta planificación -que, vale aclarar, casi nunca sale como fue prevista- la acción es más bien una expresión utópica de algo a lo que eventualmente se debería llegar de forma natural. No es así. Si uno no hace algo, ese algo generalmente no se hace solo. Es una pena, pero además, una realidad. Esto es lo que lo vuelve inoperante, aún más que al impulsivo.

Podría escribir todo la noche sobre esto, pero no podría leerlo, por lo que quizás sea preferible darle un cierre.

Mi punto era, básicamente, que ni el impulsivo ni el reflexivo tienen muy en claro qué hacer consigo mismos ni cómo. El impulsivo muchas veces sufre su falta de templanza y criterio, pero gana en su valentía (o necedad, porque es cierto que por valiente pasan muchos idiotas) de, por lo menos, intentar conseguir lo que quiere, aún con los riesgos que eso le signifique.
El reflexivo maldice su cobardía, su falta de espontaneidad a la hora de sumergirse en el momento y dejarse ser sin analizar qué está siendo, pero gana en su sensatez y su cautela a la hora de aunque sea, pensar en actuar. Su prudencia y necesidad de conocer el desenlace antes de aventurarse lo protegen y a la vez lo condenan, y por eso termina sufriendo tanto o más que el impulsivo, que logra tener las cosas claras, de una manera u otra.

Estoy harta de ser reflexiva. Se me acabaron las ganas de adivinar lo que los demás piensan y sienten, lo que en realidad insinúan cuando dicen otra cosa, lo que debería entender de cada mensaje cifrado; somos todos muy distintos y muy únicos, ni yo tengo por qué ni cómo saber qué quiere decir alguien, ni nadie tiene por qué saber lo que quiero o siento, si no lo digo. ¿Para qué complicar las cosas, si ya intentando ser simples somos complejos?

Se acabaron mis años de telepatía. ¿Más claro? Echale agua. O pedile a un canceriano que te tire la posta, que los librianos estamos para hacer discursos adornaditos e ingeniosos, no para andar profesando verdades.

Qué sé yo.

Instantánea

No me gusta extrañarte Porque retiembla entero en el cuerpo lo chico que es el mundo restante cuando habito el inmenso espacio entre tu...