lunes, 28 de marzo de 2011

Pequeños momentos de grandilocuencia.

Compré una turquesa. Es de no sé dónde, creo que de Perú, y tiene muchos beneficios para el alma, y para el chakra, y para muchas energías y esencias y signos que no recuerdo. También es la segunda piedra de la Era de Acuario, en la que aparentemente estamos entrando. No podría asegurar nada de esto; solo repito fragmentos de lo que el vendedor me dijo mientras, apurado, elegía algunas para sí mismo. Honestamente, y a riesgo de que suene tan mundano como fue, debo admitir que en un principio me gustó por los colores, sean cuales sean sus supuestas propiedades y beneficios.
La realidad es que siempre jugué a ser más supersticiosa de lo que efectivamente soy. Los signos me divierten, los amuletos me gustan. Las piedras me encantan. Me parecen lindas, me parecen objetos que uno fácilmente carga de valor y que, por alguna razón, reafirman. Me siento fuerte con mi piedra. Me siento enorme e irrompible. Me siento justa. Me siento tan irrepetible como sus patrones.

Tengo dos turquesas, para ser sincera. Una es un óvalo verdoso arremolinado, lisa, con una línea celeste eléctrico y zigzagueante que la atraviesa por un costado. La base tiene tonos tierra y rojizos que nunca llegan al rojo puro. A ésta también la rompe un río de celeste eléctrico. "¡Es como una foto del Google Earth! ¡Mirá, parecen montañas!" dijo Laura la primera vez, tan entusiasmada que me dieron deseos no de entender esa pasión sino de sentirla.
Pero sí: de alguna manera, también la sentía. Sentía que estaba viendo la inmensidad del Amazonas en un botón de piedra; la majestuosidad de las montañas, en un azar de formaciones geológicas; sentía, incluso, que entendía los conceptos científicos que estaba usando para describir lo que sentía, y por una vez no me interesaban mi tan probable error ni mi vergonzoso nivel de ignorancia geográfica (¿montañas, en el Amazonas? ¿será cierto? bueno, sigo siendo ignorante). Era una evolución incontenible. La piedra había pasado de ser un objeto bello a un elemento místico, una realidad ineludible y ajena a mí que, aunque comprara, no me pertenecería. Solo podría - y tal vez, puedo- ser testigo de su existencia, pero este existir no me incumbe en nada más. Es un pequeño -inmenso- mundo que solo podré descubrir por casualidad o por invitación expresa. Mantengo alguna esperanza. Nunca se sabe.

Mi otra turquesa es bastante distinta. Es una gota con patrones más abstractos -y naturales-, mucho más brillante, con decenas de verdes, celestes y negros. Los colores se entremezclan y, a pesar de lo trabajada que está, por momentos parece rústica, porque es casi rugosa y a la luz se distinguen las varias capas de minerales que yacen bajo los colores. Puedo perderme en la contemplación de esa piedra, y siempre le encuentro algo nuevo. Me fascinan la simplicidad y la complejidad que la habitan. Pasó el tiempo y se formó; así de sencillo, y sin embargo tomó cientos de miles (¿o millones? dios, qué irremediablemente poco que sé) de años, y, más aún, su transformación no se termina. Seguirá pasando el tiempo, y se seguirá formando. La mano del hombre de por medio, y tan irrelevante como puede ser, porque aunque se le haya dado una nueva forma pensándose artista y creador, seguirá cambiando igual. Y nunca va a volver a ser igual a como era un instante antes, ni nunca otra piedra va a ser igual a ninguno de sus infinitos estados. Es casi un fluir; paulatino, apenas un poco menos que completamente imperceptible.
Las piedras son el agua de los cautos. Cambian, sí, pero lo suficientemente lento como para no alertar a los que le temen a la inevitable mutabilidad de... bueno, básicamente, todo...

Tengo, entonces, dos piedras que esconden sus múltiples diferencias bajo el mismo nombre. Ambas encierran mundos que solo puedo observar desde afuera. Ambas son en este momento como nunca fueron y nunca serán. Ambas cambian y me cambian, porque ahora veo que yo también estoy siendo como nunca fui y nunca voy a volver a ser. Yo también cambio; yo también encierro mundos y también tengo un nombre bajo el cual esconder mis diferencias. Yo también fui moldeada, pulida, tallada, y lo sigo siendo...
Pero no voy a dejar que me tallen. Elijo mis formas y mis colores, cada vez que puedo. No soy lisa. No soy llana. No soy homogénea, ni suave, ni pareja. No soy la imagen fiel y majestuosa de algo ya existente.
Yo soy la gota, rústica, rugosa y matizada, llena de capas que se dejan ver.
Trabajada por dentro y por fuera. Mano del hombre de por medio, pero irrelevante. Porque esas capas, esas formas, esos colores, ahora son míos.

Míos. Como cada turquesa es (de) ella misma.

sábado, 12 de marzo de 2011

Un día cualquiera.

Era un día cualquiera. Un buen día, de esos que siempre se disfrutan pero nunca se recuerdan. El Sol y la humedad picaban suavemente la piel, como una especie de tortura china, pero a la sombra una brisa delicada se encargaba de devolverle la templanza al cuerpo.
Una nube negra, claramente consciente de lo absurda que se veía, iba y venía sin demasiado rumbo.
Día de trámites. Día de viajes en colectivo. La gente en las paradas se amontonaba contra los edificios buscando que hasta el aire hiciera sombra, y varios chicos les reclamaban a sus padres el espíritu tercermundista de gasto prudente. "¿Un taxi?", fueron diciendo de a uno todos los padres, "¿lo pensás pagar vos?" y, con el mismo orden, cada uno de los chicos fue encogiéndose de hombros y adoptando la actitud de no-me-importa que nos sale a todos cuando nos niegan algo que, en realidad, no nos interesa demasiado.
"Sí," dijo uno, ante la sorpresa de todos los otros, "yo lo pago." Y se bajó del cordón, paró un auto, y le abrió la puerta a su madre para que subiera primero. La brisa sopló con un poco más de intensidad. Ya se acercaba el otoño; se lo sentía ahí, atrás del nuevo viento.
"Pero qué caballero", exclamó una señora que no había entendido nada.
Con mis 12 pesos en el bolsillo -se me había roto la billetera hacía unos minutos-, contemplé la situación como desde el otro lado del televisor. Es que, realmente, era una gran situación para analizar. Las diferencias entre el rol de la madre y el rol del hijo, tanto generacionalmente como sus diferencias de género; la capacidad ahorrativa de cada uno, las prioridades, etc. Un festín gratuito para cualquier intelectualoide. El olor a tierra mojada volvía el instante más interesante todavía.
Pero la mirada reflexiva y distante que siempre me resultó tan confortable se vio interrumpida por un golpe. Bueno, no exactamente un golpe.
Una gota cayó, casi con inocencia, casi con irrelevancia, sobre mi hombro derecho. Podría haber sido tan insignificante como parece, pero la explosión del impacto fue con tanta furia, con tanta violencia, que esa gota solitaria fue suficiente para estremecerme. Mi interior se removió y revolvió. Algo no estaba bien. Instintivamente, corrí hasta el primer kiosco que vi abierto. No cayó ni una gota más, en el trayecto. Las nubes se amontonaban amenazando.
La mujer que atendía el local no respondía. Los ojos claros, de esos que cambian con el tiempo, estaban fijos en el televisor. En una mano, cambio; en la otra, más firme y estática todavía, un paquete de chicles con nicotina. El dueño de los chicles tenía una mano sobre la frente, y, horrorizado, compartía las imágenes con la kiosquera.
Junté mis ojos con los suyos, y ahí lo vi.
El cielo se había vuelto negro y turbio. Finalmente comprendía las metáforas recargadas de los viejos poetas, de los escritores más pasionales, de cualquiera que hubiera querido describir un fenómeno similar o peor. Mi fe tambaleó por unos instantes, e incluso pensé que el infierno siempre había estado, verdaderamente, sobre nuestras cabezas. La Biblia se equivocaba. La Iglesia se equivocaba. El Hombre, se equivocaba. Imposible.
Pero no era imposible. Una ola majestuosa e igualmente terrorífica se alzó ante nosotros, horrenda y absoluta, terminante y desesperantemente ineludible.
No pude moverme. El gigante reclamaba mi reverencia, mi súplica por su misericordia, y yo no podía moverme. La piedad nunca les llega, realmente, a los cobardes.
Todo era agua. Lo había abrazado todo, y ahora se permitía correr entre los restos de cemento y vida que él mismo había provocado. Me ahogaba, arrastrada en su cólera, y no podía hacer nada. Frente a mí pasaban otros cuerpos, más luchadores pero más vencidos. Todo era ruina. Todo era ruina y muerte.
Aspiré profundamente, con el pánico de quien advierte que se está muriendo, y de alguna manera encontré el aire. No había pestañeado, en todo ese tiempo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y enrojecidos, y la mandíbula acalambrada de apretar los dientes. Temblé casi imperceptiblemente al regresar a mi cuerpo, y, con algo de mi voluntad renovada, miré al gigante de nuevo. Éste, que me daba la espalda, me miró por encima del hombro. No era a mí a la que buscaba. No le interesaba de mí más que mi mirada. No sé si buscaba a alguien en particular, en realidad. Él solo corría. Él corría, y el mundo miraba.
"Qué bárbaro todo esto, ¿no?" Dijo la misma señora de la parada, que se había antojado de un bombón frutal.
Los tres la miramos, ausentes. El hombre tomó su cambio y sus chicles y salió caminando encorvado.
La kiosquera, todavía algo aturdida, cantó el precio equivocado y se disculpó. La señora le sonrió, radiante.
"Realmente, qué calamidad", me dijo.
"Sí. Qué calamidad."

Afuera el sol pegaba más fuerte que antes, y de la brisa no quedaba ni el recuerdo.

sábado, 5 de marzo de 2011

Durmiente.

Un momento simple. La belleza, retratada en un segundo, una contemplación espontánea e imprevista.
El pelo arremolinado, los rulos dorados descansando, imperfectos y maravillosos, sobre los hombros. La piel tersa e infantil, la curva levemente pronunciada de la espalda que sube y baja con un ritmo suave y pausado. Los brazos rodeando apenas la almohada, delicados y fuertes. Hay palabras en ese abrazo.

La paz. La paz de ver dormir sin ansiedad, sin incomodidad, sin dobles intenciones, sin juegos rebuscados, la claridad de todo lo dicho y lo que es innecesario decir. Los ojos y la boca relajados aún ante las ojeras de la mala noche, la piel retomando de a poco su color de arena, el final de la enfermedad pasajera que de vez en cuando ataca hasta al más fuerte. Los dedos, ni largos, ni finos, ni huesudos. Tiene manos de trabajadora, manos robustas y contundentes pero que saben acariciar dulcemente cuando quieren. El Sol entra por el balcón y parece que pide permiso para iluminarle las piernas. Sus pies son redondeados, con rasgos de quien camina más de lo que duerme.

Sueña. Quién sabe qué sueña. Arruga los dedos, tira pataditas de nena que frenan en el acolchado, frunce el ceño, se mueve, da vueltas. Alza menos de un centímetro la cabeza, despega las pestañas un momento, y eso es todo: la tranquilidad, de nuevo.
Once es ruidoso, de día y de noche. El ruido es el único indicio del paso del tiempo. El viento entra y se va, como si solo viniera a ver qué está pasando, y el aire muta y fluye entre místico y melancólico.

Belleza. Clara, pura, simple belleza. Fragmentos y totalidad, unidos. Y ya va surgiendo, muy desde el fondo, ya siento a la nostalgia aparecer. Palabras hay millones, pero no hay mucho tiempo de plasmarlas. Es que es difícil, disfrutar y contar en simultáneo, prestarle el cuerpo a un otro, entregarse a un momento ajeno y absolutamente irrepetible.
Es difícil, sobre todo, entender la fortuna de presenciar lo efímero, lo inexplicablemente hermoso. Hoy veo más arte en lo puntual que en lo eterno.
Es acá, es ahora, es cada pequeño detalle potenciándose con otros.

Ahí da vueltas otra vez. Suspira, calma y pensativa. Los ojos verde pino dan una vuelta por la habitación. No es hora, todavía; las hojas del árbol de enfrente se siguen meciendo, coquetas y holgadas. Se estira plácidamente. Se acomoda con una mueca sutil y aniñada. Se sonríe.

Otra vez está dormida.

Instantánea

No me gusta extrañarte Porque retiembla entero en el cuerpo lo chico que es el mundo restante cuando habito el inmenso espacio entre tu...