miércoles, 1 de abril de 2009

Azucena.

Azucena no era como las otras. No. Tenía un algo, de eso que no tiene todo el mundo. Una expresión, un gesto aquí y allá. Un no sé qué que la hacía diferente. Esa presencia, esa actitud decidida que adoptaba para plantarse ante el mundo. La misma con la que se presentó ante el propio Comandante con la intención de obtener una respuesta sobre el paradero de su hijo. Alfredo y Gustavo lo sabían. Su recuerdo generalmente les arrancaba una sonrisa, aunque siempre seguida de esa mirada que tienen aquellos que en algún momento fueron rechazados.

Desde el primer momento se vieron enfrentados por ella. Alfredo la precisaba por deber, Gustavo, por necesidad. Eran el día y la noche. Uno, pedante y pretencioso, militar; el otro, reservado y modesto, de oficio desconocido, caballero como pocos. En ambos había cierta curiosidad que ninguno se animaba a admitir, aunque se rumoreaba que, tratándose de Alfredo, pocas probabilidades había de que fuera así. Verdad o no, cierta fascinación por ella de su parte era innegable.

Azucena les doblaba en edad, por lo menos. No les importaba. Gustavo se arrastraba tras ella cual perro de la calle, de esos que se le pegan a uno buscando aunque sea una bolsa de basura para roer. Alfredo prefirió tomar distancia para preservar su profesionalismo y ocultarse de ella. Le sirvió poco. Cayó también, pero desde su oscuridad; su entrenamiento lo había hecho un experto a la hora de esconderse, y ahora se maldecía por ello: a los ojos de Azucena era invisible.

Gustavo tuvo que luchar por conservar su lugar en varias oportunidades, ya que siempre había algún desubicado que pusiera sospechas sobre él. Y ahí iba, otra vez, a ganarse la confianza de su señora.

Le tomó un tiempo a Alfredo resignarse a su situación de ser inexistente, de sombra de Gustavo. Le dolía saber que en el momento en el que finalmente se encontraran, no habría nada a qué aspirar. Sus trabajos anteriores eran simplemente eso, trabajos, pero este no. Habría matado al mundo entero si se lo hubieran ordenado, y si, claro, le hubieran dado un buen grupo de hombres. Pero ella era distinta; única. Y el simple nombre de Gustavo era suficiente para que Alfredo desapareciera. Desde el principio lo quiso como a un hijo, a Gustavo. Eso lo llenaba de ira.

Y llegó la noche en la que Gustavo no la necesitó más. Era hora de que Alfredo entrara en acción. Se sabía el papel de memoria; era bruto, es cierto, pero pretender siempre se le había dado con una facilidad envidiable. Pretender y engañar.

Así Alfredo, o tal vez Gustavo, fue señalando en su código a cada uno de los cabecillas. Es muy probable que fuera Alfredo, pues al marcar a Azucena solo pudo mirarla a los ojos, como rogando ser visto, como pidiéndole perdón. En su último encuentro, ella, colgando del techo por las muñecas, le daba la espalda. Azucena nunca lo vio; nunca supo quién fue, ni cuál era su verdadero nombre. Antes del interrogatorio se la veía preocupada: quería saber si alguien podía darle algún tipo de información sobre la situación de Gustavito, el muchacho rubiecito que estaba en la iglesia ese día, con ellas. Un cuerpo pasó velozmente a su lado y salió de la habitación. Si no hubiera tenido el uniforme puesto, Azucena habría jurado que era él.

Alfredo caminó por los pasillos sin una dirección fija: hacía tiempo que estaba perdido. Suprimió entonces a Gustavo Niño de su mente y decidió hacerlo desaparecer junto a los otros.




Un texto viejo...

Instantánea

No me gusta extrañarte Porque retiembla entero en el cuerpo lo chico que es el mundo restante cuando habito el inmenso espacio entre tu...