miércoles, 11 de julio de 2012

(a)nexo.

Era una puerta enorme, triangular, inútil. Estaba sola, interdimensional como un sonido, plana como una hoja, y la profundidad no la alcanzaba. Era su orgullo: desafiaba la física (con) su mera existencia. Con mucho esfuerzo, logró mover la base hasta lograr una apertura. Del otro lado no había nada esperando. Frente a ella, ni un átomo que quisiera espiar por alguna grieta. Tiene sentido: cómo era posible la perspectiva; cómo podría adueñarse (de) un a través. No unía/separaba habitaciones, ni espacios abiertos, ni seres.
Nada (la) traspasó mientras se mantuvo ahí, casi de adorno, engarzada como un colgante perezoso en(tre) las paredes chatas. Sólo le correspondía articular vacíos.

Y era una puerta, triste, porque, aunque deseara unificar(se) vigorosa y esforzadamente, vacío con vacío nunca se (le) unieron.

lunes, 9 de julio de 2012

de mi eventual dios mínimo.

Cuando, una vez, dormida, llegué a creerme una especie de Dios terrenal -aunque impotente, vulnerable a todo, pero en efecto por encima de aquel mundo que podía fácilmente destruirme-, elegí sentarme a pensar qué quería que pasara. A mis costados, animales de todas las especies. Atrás, las personas más ambiciosas de las que me rodeaban en la vigilia. Adelante, millones de desconocidos. Miles. O quizá eran un centenar, aunque parecían una decena; pero los números de la decena, en ese sueño, se contaban de a millón.

Seguramente la expectativa de volverse -a sí mismo, en realidad- una divinidad sea, como mínimo, gigante. Siempre está la idea de hacer lo que sea, tanto como se desee, y cuanto se desee. Eso es, en el caso de una fantasía exitosa, claro.
Resulta que era un Dios aburrido, pasivo y corriente, y que mis criaturas eran sinceramente poco impresionantes. Todo lo conocía de mi mundo, pero no sabía nada. No podía moverme ni en el tiempo ni de un alma a otra, y para trasladarme en el espacio, iba perdiendo instantes. Instantes que no podía recuperar.

Resulta también que era un Dios bastante apático e indiferente, tranquilo pero sin sentir calma, curioso pero no observador. Cauteloso, recatado, púdico. Usaba mis poderes, de por sí limitados, cobardemente.
Había elegido darle origen a un universo en extremo estable: no era interesante ni sorprendente, pero mis creaciones vivían sin sobresaltos, angustias ni alegrías. Francamente, no era una gran deidad, ni me da la sensación de que aspirara a serlo.

Y era ámbar. Sí: pero era el color, no de ese color; sólo podía ver e influenciar lo que me obedeciera, lo que me respetara, lo que pudiera incluir o definir en mí. Por lo tanto, mi dominio se basaba, principalmente -no sé por qué-, en hongos.

Andaba sin tocar, sin sentir, siendo, sencillamente, como se es porque no hay otra cosa para hacer. Y me aburría. Recuerdo haber pensado que ser un Dios-color era la muerte, que prefería percibir en adoración que ser adorada y monocromática, porque además me concebía insulsa y arcaica, como si fuera el color del tiempo, pero del que pasó, aquel que no tiene ningún presente a la vista y no conserva futuro posible. Como el aburrimiento es una condición interna, me asustaba nunca librarme de él -me aburro un poco ahora también, contándolo-, y me pasé lo que restaba del sueño buscando a quién cambiarle mi rol.

Hasta que vi una playa.
...No me gustan mucho las playas. La arena es demasiado invasiva.
Ahí estaba la respuesta. Entregué mi -falta de- poder, mi color, y la arena se fue tiñendo de la coloración que ya tenía, como una piedra al costado del mar que antes de secarse se moja de nuevo. Ni la arena ni el ámbar me necesitaban, ni tenía yo intenciones de volverme imprescindible para ellos, pero ciertamente les correspondía la veneración más que a mí. Nos despedimos sin palabras, puesto que los dioses no las usan y los humanos no las entendemos realmente, y, sólo porque era un sueño, fui en dirección del agua. Una ola diminuta se bifurcó para rodear mi tobillo pero no volvió a unirse en mi talón;
no me extrañó.
La arena se levantaba como polvo alrededor de la espuma que se posaba sobre ella. Cerré los ojos. Me iba trepando algo líquido y pesado. Avanzaba por mi cuerpo como ramificándose. Una mano húmeda alcanzó mi cara y la tocó como si fuera ciega. Puse la mía sobre ella.

"Ahora pensará ahorcarme", asumí. Sentía el polvo ascender hasta mi cabeza y mucho más allá.

"Ahora me va a rodear y probablemente me consuma, me rodee y me ahogue" pensé.

Pero no: porque ya no era Dios de nada como para poder decidir mi destino en manos de otro, y la arena no busca la muerte para eternizarse. Sería una contradicción esencial; hay en ella una extrema delicadeza respecto de la fragilidad. ¿O acaso no saben las piedras que son inmortales, pero no inalterables...?

Haber amado un pez dorado

Va a olvidarte vos no Entro a ver qué dejé de mí en este espacio. Borradores. 100 notas en pausa, modelos discontinuos, ideas de una crea...