sábado, 12 de marzo de 2011

Un día cualquiera.

Era un día cualquiera. Un buen día, de esos que siempre se disfrutan pero nunca se recuerdan. El Sol y la humedad picaban suavemente la piel, como una especie de tortura china, pero a la sombra una brisa delicada se encargaba de devolverle la templanza al cuerpo.
Una nube negra, claramente consciente de lo absurda que se veía, iba y venía sin demasiado rumbo.
Día de trámites. Día de viajes en colectivo. La gente en las paradas se amontonaba contra los edificios buscando que hasta el aire hiciera sombra, y varios chicos les reclamaban a sus padres el espíritu tercermundista de gasto prudente. "¿Un taxi?", fueron diciendo de a uno todos los padres, "¿lo pensás pagar vos?" y, con el mismo orden, cada uno de los chicos fue encogiéndose de hombros y adoptando la actitud de no-me-importa que nos sale a todos cuando nos niegan algo que, en realidad, no nos interesa demasiado.
"Sí," dijo uno, ante la sorpresa de todos los otros, "yo lo pago." Y se bajó del cordón, paró un auto, y le abrió la puerta a su madre para que subiera primero. La brisa sopló con un poco más de intensidad. Ya se acercaba el otoño; se lo sentía ahí, atrás del nuevo viento.
"Pero qué caballero", exclamó una señora que no había entendido nada.
Con mis 12 pesos en el bolsillo -se me había roto la billetera hacía unos minutos-, contemplé la situación como desde el otro lado del televisor. Es que, realmente, era una gran situación para analizar. Las diferencias entre el rol de la madre y el rol del hijo, tanto generacionalmente como sus diferencias de género; la capacidad ahorrativa de cada uno, las prioridades, etc. Un festín gratuito para cualquier intelectualoide. El olor a tierra mojada volvía el instante más interesante todavía.
Pero la mirada reflexiva y distante que siempre me resultó tan confortable se vio interrumpida por un golpe. Bueno, no exactamente un golpe.
Una gota cayó, casi con inocencia, casi con irrelevancia, sobre mi hombro derecho. Podría haber sido tan insignificante como parece, pero la explosión del impacto fue con tanta furia, con tanta violencia, que esa gota solitaria fue suficiente para estremecerme. Mi interior se removió y revolvió. Algo no estaba bien. Instintivamente, corrí hasta el primer kiosco que vi abierto. No cayó ni una gota más, en el trayecto. Las nubes se amontonaban amenazando.
La mujer que atendía el local no respondía. Los ojos claros, de esos que cambian con el tiempo, estaban fijos en el televisor. En una mano, cambio; en la otra, más firme y estática todavía, un paquete de chicles con nicotina. El dueño de los chicles tenía una mano sobre la frente, y, horrorizado, compartía las imágenes con la kiosquera.
Junté mis ojos con los suyos, y ahí lo vi.
El cielo se había vuelto negro y turbio. Finalmente comprendía las metáforas recargadas de los viejos poetas, de los escritores más pasionales, de cualquiera que hubiera querido describir un fenómeno similar o peor. Mi fe tambaleó por unos instantes, e incluso pensé que el infierno siempre había estado, verdaderamente, sobre nuestras cabezas. La Biblia se equivocaba. La Iglesia se equivocaba. El Hombre, se equivocaba. Imposible.
Pero no era imposible. Una ola majestuosa e igualmente terrorífica se alzó ante nosotros, horrenda y absoluta, terminante y desesperantemente ineludible.
No pude moverme. El gigante reclamaba mi reverencia, mi súplica por su misericordia, y yo no podía moverme. La piedad nunca les llega, realmente, a los cobardes.
Todo era agua. Lo había abrazado todo, y ahora se permitía correr entre los restos de cemento y vida que él mismo había provocado. Me ahogaba, arrastrada en su cólera, y no podía hacer nada. Frente a mí pasaban otros cuerpos, más luchadores pero más vencidos. Todo era ruina. Todo era ruina y muerte.
Aspiré profundamente, con el pánico de quien advierte que se está muriendo, y de alguna manera encontré el aire. No había pestañeado, en todo ese tiempo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y enrojecidos, y la mandíbula acalambrada de apretar los dientes. Temblé casi imperceptiblemente al regresar a mi cuerpo, y, con algo de mi voluntad renovada, miré al gigante de nuevo. Éste, que me daba la espalda, me miró por encima del hombro. No era a mí a la que buscaba. No le interesaba de mí más que mi mirada. No sé si buscaba a alguien en particular, en realidad. Él solo corría. Él corría, y el mundo miraba.
"Qué bárbaro todo esto, ¿no?" Dijo la misma señora de la parada, que se había antojado de un bombón frutal.
Los tres la miramos, ausentes. El hombre tomó su cambio y sus chicles y salió caminando encorvado.
La kiosquera, todavía algo aturdida, cantó el precio equivocado y se disculpó. La señora le sonrió, radiante.
"Realmente, qué calamidad", me dijo.
"Sí. Qué calamidad."

Afuera el sol pegaba más fuerte que antes, y de la brisa no quedaba ni el recuerdo.

2 comentarios:

  1. Lo que me aterra de esto. es que me da pauta de que nada se puede controlar y pasamos la vida creyendo que si.

    Que calamidad che, al final somo más insignificantes d lo que creiamos. Que calamidad.

    Te qeuiro perra (:

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  2. Como siempre, un placer leerte.

    (Haría algún comentario con respecto a lo sucedido, pero todavía no pude encontrar las palabras que no sienta que están de más).

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