sábado, 5 de marzo de 2011

Durmiente.

Un momento simple. La belleza, retratada en un segundo, una contemplación espontánea e imprevista.
El pelo arremolinado, los rulos dorados descansando, imperfectos y maravillosos, sobre los hombros. La piel tersa e infantil, la curva levemente pronunciada de la espalda que sube y baja con un ritmo suave y pausado. Los brazos rodeando apenas la almohada, delicados y fuertes. Hay palabras en ese abrazo.

La paz. La paz de ver dormir sin ansiedad, sin incomodidad, sin dobles intenciones, sin juegos rebuscados, la claridad de todo lo dicho y lo que es innecesario decir. Los ojos y la boca relajados aún ante las ojeras de la mala noche, la piel retomando de a poco su color de arena, el final de la enfermedad pasajera que de vez en cuando ataca hasta al más fuerte. Los dedos, ni largos, ni finos, ni huesudos. Tiene manos de trabajadora, manos robustas y contundentes pero que saben acariciar dulcemente cuando quieren. El Sol entra por el balcón y parece que pide permiso para iluminarle las piernas. Sus pies son redondeados, con rasgos de quien camina más de lo que duerme.

Sueña. Quién sabe qué sueña. Arruga los dedos, tira pataditas de nena que frenan en el acolchado, frunce el ceño, se mueve, da vueltas. Alza menos de un centímetro la cabeza, despega las pestañas un momento, y eso es todo: la tranquilidad, de nuevo.
Once es ruidoso, de día y de noche. El ruido es el único indicio del paso del tiempo. El viento entra y se va, como si solo viniera a ver qué está pasando, y el aire muta y fluye entre místico y melancólico.

Belleza. Clara, pura, simple belleza. Fragmentos y totalidad, unidos. Y ya va surgiendo, muy desde el fondo, ya siento a la nostalgia aparecer. Palabras hay millones, pero no hay mucho tiempo de plasmarlas. Es que es difícil, disfrutar y contar en simultáneo, prestarle el cuerpo a un otro, entregarse a un momento ajeno y absolutamente irrepetible.
Es difícil, sobre todo, entender la fortuna de presenciar lo efímero, lo inexplicablemente hermoso. Hoy veo más arte en lo puntual que en lo eterno.
Es acá, es ahora, es cada pequeño detalle potenciándose con otros.

Ahí da vueltas otra vez. Suspira, calma y pensativa. Los ojos verde pino dan una vuelta por la habitación. No es hora, todavía; las hojas del árbol de enfrente se siguen meciendo, coquetas y holgadas. Se estira plácidamente. Se acomoda con una mueca sutil y aniñada. Se sonríe.

Otra vez está dormida.

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